crónica

Apuntes contra la distancia: Temuko o por qué escribí

por Claudia Jara Bruzzone

Fotoportada: Paty Pichun, 2011.


Hay personas que siempre quisieron ser escritores. Niñas que, a los ocho años, comienzan a encaminar su ruta; jóvenes con una enorme convicción que, a corta edad, creen haber encontrado en las palabras su oficio. No fue mi caso. Pertenezco a esa tribu de seres llamados «escritores tardíos». No publiqué nada decente antes de los 28 años.

Es exagerado decir que lo literario me era ajeno. Desde la infancia fui una lectora entusiasta; la escritura, sin embargo, la relegué a los dominios de lo privado, coleccionando cuadernos y diarios íntimos que escondí con celo. Solo en ocasiones, conmovida por el encanto o la gracia de alguna persona, me animaba a abrir ese espacio sagrado. Durante años mantuve la misma actitud. ¿Qué fue lo que cambió?

Marguerite Duras, frente a la pregunta de por qué escribe, entrega una respuesta pragmática al asunto. Para ella, todo el mundo desea escribir; la única diferencia entre los escritores y los demás es que los primeros escriben y publican, y los segundos solo piensan en hacerlo. Es el resumen de Duras a la dialéctica vital del escritor. Hace diez años publiqué por primera vez una pequeña plaquette de poemas titulada Cartografía de la ausencia. Las circunstancias que me llevaron a hacerlo bien podrían ser obra del azar o encasillarse en una serie de sucesos externos que, lentamente, trazaron mi camino. Cualquiera sea el caso, un evento me conecta a todos los demás: llegué a Temuco.

Annus horribilis

En 2008, tras abandonar mis tortuosos años como estudiante de Derecho en Concepción, me trasladé a Temuco. No hubo placer en el cambio. Ese mismo año, el volcán Chaitén había hecho erupción, y junto con encarar la posibilidad del desarraigo, tenía que afrontar qué hacer con mi vida.

Finalmente, y sin mucha vuelta, en 2009 ingresé a Pedagogía en Castellano en la UFRO. Durante mis primeros años en Temuco, me vinculé con grupos de izquierda: Tendencia, UNE; distintos nombres, mismas estrategias. No voy a desconocer la pasión que la lucha me provocaba, la fe y la esperanza ciega que profesé creyendo en mis ideales, pero ninguna llama es suficiente para iluminar lo oscuro de esos años donde a las mujeres se nos relegaba a los espacios de la olla común, a pintar lienzos y muy pocas eran las elegidas para hablar en público. Mis «compañeros» y sus acciones fueron minando mi confianza en esos espacios, y así nacía una nueva renuncia. Cinco años, cuando eres muy joven, bien pueden sentirse como una vida, y eso era lo que yo dejaba atrás.

Para el 2010, a pesar de habitar la ciudad, Temuco me era desconocido.

Temuko waria

Fue en el otoño de 2010 cuando conocí a Natalia Meza. Una noche en el bar La Vida terminó siendo el inicio de muchos eternos amaneceres donde, prendadas una de la otra, dimos vida a una amistad que se extendió por más de una década.

Al escritor húngaro Frigyes Karinthy se le atribuye ser el primero en esbozar la llamada «teoría de los seis grados». La cultura pop la ha hecho masiva. A grandes rasgos, esta teoría propone que cualquier persona en el mundo está conectada a otra a través de una cadena de conocidos de no más de cinco personas. Natalia, para mí, fue el grado cero, un vector fundamental.

Al poco tiempo volvimos a vernos. Natalia me citó en un extinto boliche ubicado en la esquina de Caupolicán con Montt: la Fuente Alemana. De día vendía completos; de noche, con la contraseña correcta, se convertía en un pequeño bar donde la joven socialité cultural del Cautín se reunía. Al llegar, Natalia me anunció que esperaba a alguien. Pocos minutos después apareció un tipo alto, vestido con pantalones caqui y camisa celeste. A mi vista, un prototipo de las juventudes UDI. Ingresó con desparpajo, saludando cada mesa. Se acercó, abrazó a Natalia, estiró la mano y, mirándome con firmeza, dijo: «Votamos por Piñera, ¿cierto?». Lo detesté. Y, aun así, permanecí con ellos. Introducidos en las fauces de la noche temucana, terminamos en una casa extraña. Yo, sumida en la vorágine fiestera, me vi en los brazos del joven UDI, haciendo un lift de baile al más puro estilo de Rojo fama contra fama.

El tipo era Felipe Caro y esa noche aprendí que su humor era un gusto adquirido. Pocas semanas después volví a verlo, esta vez en el lanzamiento de su primer libro: Hija. La presentación fue en el mítico Espacio Pandemia –en aquellos años no supimos apreciar el potencial profético del nombre–, una vieja casona a punto de desmoronarse ubicada en Plaza Dreves. No conocía a nadie. Nadie me conocía a mí.

Comencé a frecuentar con regularidad a Felipe. Nos reuníamos a beber cervezas y hablar de música y literatura. Entre tragos y risas, me presentó a más personas. Así conocí a Pablo Ayenao, su mayor compinche de aquellos años y Jorge Volpi, con quien trabajaba en la reciente editorial cartonera Poleo Ediciones. Nunca las luces de neón brillaron con tanta intensidad como en esos años de entusiasmo inicial. El vacío anterior se llenaba ahora con el resplandor artificial de las calles temucanas. O’Higgins, Caupolicán, Santos Dumont o Recabarren atestiguaron el peregrinaje.

Tras meses de vagabundeo, Felipe finalmente me preguntó si escribía. «No tanto como tú, solo relleno cuadernos», respondí. «Muéstrame», dijo.

El pudor por mostrar lo que escribía no había desaparecido, pero un impulso de valentía se apoderó de mí. Algo vio Felipe en mis garabatos, porque desde ese día comenzó a presentarme como «su amiga poeta». Así fui identificando la fauna literaria de esa década. Fue en la mítica Serpiente donde conocí a Ricardo Herrera, quien, unos meses más tarde, me increparía: «¿Qué es para ti la poesía? ¿Un hobby o pretendes tomártelo en serio?».

Yo cambiaba, y también lo hacía mi forma de escribir. Mi primera lectura pública ocurrió en el campus Menchaca Lira de la Universidad Católica. Frente a un amplio público, leí unos poemas eróticos sobre masturbación que, por fortuna, logré perder con los años.

Para 2013, con Pablo y Felipe fundamos Venérea Violenta, un nuevo proyecto microeditorial. La primera publicación fue la reedición de Flúor, en cuya presentación su autor se lució leyendo ante una concurrida audiencia. Tras la incisiva pregunta de Herrera, acompañada de la insistencia de Felipe y el empuje de Pablo, me animé a trabajar un conjunto de poemas que finalizaría en marzo de 2014. Felipe me ayudó a editar, Pablo corrigió el estilo y, para fines de año, publicamos Cartografía de la ausencia. Para mí, que carecía de formación escritural, el habitar Temuco y la amistad construida con Pablo y Felipe se volvieron mi escuela.

Epílogo en la frontera

A 10 años del hito fundacional de mi poesía continúo creyendo que, como decía Clarice Lispector, «escribir es una maldición que salva». No porque nos redima, sino porque nos arroja de cabeza a la duda, a la memoria, al tiempo. Temuco fue mi página en blanco, el río Cautín, mi tinta, la niebla, mi confidente. Mientras las esquinas se convertían en testimonio y las madrugadas en historia, nuevas voces se sumaron al eco de quienes llegamos antes. Algunas se apagaron, otras florecieron. Y yo, con la terquedad de quien sigue un camino sin mapas, continúo escribiendo. No por destino, sino porque la escritura es el único hogar que nunca nos abandona.


Claudia Jara Bruzzone vivió y creció en Chaitén, región de Los Lagos. Estudió pedagogía en Castellano y Comunicación en la Universidad de La Frontera, Temuco. Ha publicado Cartografía de la ausencia (Venérea Violenta, 2015), Desove (Cagten, 2018) y Luz de estrellas muertas (Bogavantes, 2022), y ha participado en diversos medios escritos nacionales.